Creo que puedo hablar de parte de los dos, pero creo que mi pez favorito y el del Capitán Agulla, es sin duda el sargo. Es peleón como una caballa, nos encanta el brillo de su lomo cuando va llegando a la superficie, tiene muy pocas espinas a la hora de disfrutarlo en la mesa para comer y un sabor espectacular. Así que en vista de lo que nos deparó el sábado anterior en la última jornada de pesa, los dos quisimos no esperar más y volver a Burela, a ver si seguía habiendo sargos del mismo porte que la semana pasada.
Nervios durante la semana
Como el sábado anterior habíamos cogido un total de 10 sargos donde 2 de ellos pasaban del kilo y otros muchos casi llegaban a ese peso, estábamos rezando para volver el fin de semana siguiente y para que siguiese habiendo sargos de esa talla en el mismo sitio. Todos ellos fueron pescados a fondo y con nuestro cebo favorito, la sardina. Sí, apesta, sí, se mete debajo de las uñas que da gusto, y sí, llegas a casa lleno de mierda sardinera, pero no sé qué tiene la sardina que a casi todos los peces les encanta.
Todos los días de la semana manteníamos alguna conversación por WhatsApp, a veces más tonta, a veces más seria, pero siempre trataban de lo mismo: la pesca del sábado siguiente. El tiempo, las mareas, el viento, a qué hora… en definitiva, todo era fruto de los nervios para volver a ir de pesca. Parece una tontería, pero existen. A los que les gusta la pesca de verdad como a nosotros, pero que les gusta exageradamente mucho, solo hablar de la pesca ya te despierta esas cosquillas en la barriga.
Hay a quien le encanta la pesca, pero tiene la posibilidad de ir siempre que quiere, ya sea porque vive cerca del mar o porque no tiene otras responsabilidades mayores que atender, más que disfrutar de su vida, como por ejemplo, gente ya jubilada. Nuestro problema es, primero que vivimos lejos del mar y segundo, que no podemos ir cuando queremos, vamos solo cuando podemos, porque hasta ahora tenemos muchas cosas que atender y muchas responsabilidades que son prioritarias. Por eso, cuando organizamos una pesca hablamos de nervios, y lo decimos de verdad. Las cosquillas en la barriga están ahí. No engañamos a nadie.
Llegó el día
Llegó el sábado y contábamos con marcharnos a Burela el sábado por la tarde. Habíamos quedado de vernos allí en el puerto con un compañero nuestro, que iba también con su padre y su hijo (un amigo de clase de mi hija y que ya está empezando con el gusanillo de la pesca también). El problema es que la abuela del Capitán Agulla se puso mala esa tarde y tuvo que ir al hospital de urgencias. Todo quedó más bien en susto, porque la revisaron bien y no le encontraron nada.
En principio, por pura lógica habíamos abortado la jornada de pesca, por todo este asunto, pero tras ver que todo estaba bien y que no había sido algo grave como tal, al final decidimos echar unas horas de pesca durante la noche. De hecho, el Capitán Agulla pasó a recogerme a eso de las 23h de la noche, así que no llegamos a Burela hasta las 24h.
Es cierto que era tarde, pero realmente a las 24h era cuando la marea empezaría a subir, así que no era una hora tan mala en lo que a pesca se refiere. Nos encontramos con este compañero y empezamos a sacar todo nuestro material al lado de ellos para ponernos a pescar.
Había luna llena
Aunque habían estado allí toda la tarde en la punta del espigón, parece que solo habían sacado algún jurel y poco más. No habían tenido una tarde productiva. En su favor, hay que decir que habían estado durante la bajada de la marea toda la tarde.
Aprovechando que había luna llena y que, teóricamente, debería haber mucho movimiento de los peces, el pensamiento, tanto del Capitán Agulla como mío, era ir a fondo como la semana anterior, a por los sargos, pero nos encontramos una sorpresa desagradable. En el sitio donde solemos ponernos a fondo había atracado un barco que nos quitaba todo el lateral del puerto hacia donde echábamos las cañas. Cuando llegamos, el barco estaba casi hundido. Podías saltar desde el muelle y caer dentro, pero después de subir la marea había que escalarlo para poder subirte a él…

Esto nos cortaba toda esa zona donde la semana anterior teníamos el «agujero» donde estaban escondidos los sargos. La parte derecha desde donde no estaba el barco la habían ocupado otros pescadores que se dedican a los chocos y se ponen debajo de los focos. Así que nuestro plan inicial se vino abajo.
Al final lancé una caña a fondo por la parte trasera del barco y la dejé allí con su cascabel por si sonaba la flauta. El Capitán Agulla, lanzó a fondo hacia el lado contrario del muro, donde están las piedras, que fue donde al final nos pusimos los dos a pescar a boya. Estábamos los dos y el resto de compañeros a boya hacia ese lado.
Había muchísimo movimiento, picaban continuamente a boya a todos los pescadores que estábamos contra ese lateral. El problema es que comían muy muy mal. La luna llena ayudaba a que estuviesen ahí, pero no querían asomar a la superficie.
Y venga pegar tirones…
Así nos pasamos toda la santa noche, pegando tirones. Si no era uno, era el otro, y si no el de al lado… De vez en cuando salía algún pez porque con tanto tirón y tanta picada, alguno tenía que caer. En esas peleas, conseguimos sacar bogas, algunos jureles, un par de caballas y algunas chopas, pero entre uno y otro, a lo mejor cambiabas el cebo 10 veces y pegabas 40 tirones. ¡¡Hasta salió una lubina!!
Actividad había, y mucha además, pero aparte de los peces pequeños a los que ni les cabe el anzuelo en la boca, los que fuesen grandes, parecía que en vez de comer, estaban chupando en la sardina, porque siempre venía de vuelta el hilillo de la licra colgando de recuerdo. No estábamos pescando, estábamos alimentando a los peces nada más…
Al Capitán Agulla de vez en cuando se le oía recitar algún taco porque estaba hasta las narices de tanto darle vueltas con la licra a la sardina. Algunas veces le metía tantas vueltas, que parecía que llevaba colgada la bobina de licra en el anzuelo en vez de un trozo de sardina. ¿El resultado? Era el mismo, un hilito de licra colgando del anzuelo cuando venía de vuelta…
Es cierto que pegamos muchos tirones (no sé como no pillamos agujetas), pero estábamos muy entretenidos, porque no paraban. Así, al menos no había tiempo para aburrirse. Sin embargo, las cañas a fondo, estaban muy paradas. Solo salió algún (maldito) congrio de esos pequeñines que te obliga a cortar el anzuelo y tener que montar de nuevo.
De botellón pesquero
Desde el primer momento que llegamos, en la parte de las piedras del espigón había otras personas pescando, aparte de los «pescachocos». Eran como 7 u 8 marroquíes que estuvieron toda la noche allí a nuestro lado. De hecho, cuando nosotros nos fuimos que ya eran las 7 de la mañana, aún seguían allí con su fiesta particular.
Toda la noche estuvieron formando jaleo, con risotadas, voces y todo en su idioma que no había dios que les entendiese nada. Encima eran unos pocos y claro, no se callaban ni queriendo. Lo único que se les entendía muy bien eran los tacos. Se escuchaban todo el rato hablar en su idioma y de repente pegaban un tirón y escuchabas un «¡me cago en dios!», perfectamente pronunciado. Así que no sé si es que en su idioma no existen los insultos, o es que para jurar llevan el gallego interiorizado.
Aparte de los tacos, solo había una palabra que se les entendía y era «calamar». No sé por qué, ellos hablaban entre ellos y de repente se escuchaba «calamar». Será que no existen los calamares en su tierra y por eso han tenido que coger el nombre de aquí… no lo sé.
Al final, cuando nos íbamos para casa vimos el motivo por el cual tenían tanto jolgorio y es que habían estado con los cubatas allí liados toda la noche. Había de todo, vodka, refrescos y más cosas que mejor ni imaginarse jeje. No tuvieron la decencia de invitarnos a uno…
Por fin el cambio de marea
A eso de las 6 de la mañana, se produjo ese misterioso cambio en la actividad de los peces. En 5 minutos pasamos de estar toda la noche peleando con peces que comían fatal a, de repente, otro tipo de picadas distintas. Eran más fuertes y no jugaban tanto con el cebo. De hecho, las cañas de fondo, que apenas se habían movido durante toda la noche, de repente empezaron a tener actividad.
Ya estábamos cansados, así que cambiamos la carnada de esas cañas y al poco tiempo, saqué un sargo con la mía, de una talla normalita. Al poco tiempo empezó la del Capitán Agulla y enganchó otro sargo. Este era de buen tamaño. No era tan grande como para pasar del kilo, pero era muy buena pieza. Así que visto que empezaba el movimiento a fondo, cerramos las cañas de boya y quedaron recogidas.
Empezó a amanecer y estuvimos una hora o así pendiente solo de las cañas de fondo. El Capitán Agulla tuvo tres o cuatro picadas más en varios lances, pero por desgracia, no comieron bien y no pudimos sacar ninguna pieza más. La mía tuvo otra picada más, pero se quedó en eso.
Recogida
Ya nos daban las 7 de la mañana, así que decidimos irnos. Por ganas, es posible que hubiésemos estado más tiempo, pero el problema es que teníamos que regresar a casa (1 hora de camino) y yo a las 11:30 tenía que estar de vuelta en Burela (otra hora de camino) porque mi hijo jugaba un partido de futbol a las 12. Así que poco tiempo quedaba para dormir.
Curiosamente, después de dormir una media hora escasa, ya de vuelta en Burela, almorzamos en una pizzería desde la cual se veía por las ventanas todo el puerto y la parte donde habíamos estado pescando hacía escasas horas.
De haberlo sabido, podía haber dejado allí las cañas para vigilarlas desde la ventana, en vez de llevarlas para casa. En definitiva, fue una noche muy entretenida, aunque no muy productiva. Es verdad que igual nos estamos malacostumbrando y ahora le llamamos «poco productivo» a un total de entre 10 o 15 piezas de pescado… Ojalá siempre volvamos de vuelta con ese número de piezas. Lo importante es que conseguimos sacar algún sargo nuevamente y que ya estamos haciendo números para saber cuándo volveremos de nuevo.





